EUSKAL HERRIA .
Por Julen Arzuaga
(Giza Eskubideen Behatokia)
Julen Arzuaga ha tenido la oportunidad de conocer de mano de algunos de sus protagonistas el conflicto político en Irlanda y los pasos dados hacia su superación. Admite, como tantas veces se señala, que los procesos irlandés y vasco son distintos, pero llama a llenar las calles de Bilbo el próximo sábado precisamente para que, como en Irlanda tras los acuerdos de Viernes Santo, en Euskal Herria también se vacíen las cárceles para llenar las calles.
La primera visita que hice en una cárcel no fue en Soto, Fresnes o A Lama, como sería tantas veces después. Fue en la mítica HM Prison Maze o Long Kesh, en Belfast. Armado de mi curiosidad y mi balbuceante inglés visité a un preso de nombre Seán, cuyo apellido no consigo recordar. La cárcel, estaba a veinte minutos de la ciudad -lo que interpreté lógico- accediéndose en los no menos míticos Black taxi conducidos por exprisioneros. Lo que vi y sentí una vez dentro me evoca aún profundas sensaciones: los bulliciosos locutorios colectivos, los críos correteando, las familias en torno a una mesa, charlando con los vecinos, saludándose, riendo, cantando. En la imposibilidad de distinguir internos de visitantes, por unos momentos, parecían todos libres. Sean «X» me explicó cómo se organizaban en su propio módulo -H block-: autogestionaban su vida interna, con sus responsables y disciplina y organizaban asambleariamente la interlocución con el exterior. Una vívida experiencia que conservo con todo mi afecto y no sin algo de nostalgia.
Siempre que se echa un vistazo al fin del conflicto en Irlanda, hay que hacer mil precisiones sobre diferencias y distancias. «Son procesos distintos», dicen quienes huyen de ese espejo. Asumo todas las divergencias, tanto las positivas como las negativas, que sin duda uno y otro tienen. No traigo el proceso político norirlandés -más en concreto su faceta penitenciaria- como comparación, sino como inspiración.
Y es que, tras un trabajo de cocina impresionante, llegaron los acuerdos de Viernes Santo. Y con ellos, las cárceles se vaciaron. Y se llenaron las calles. De almas, de corazones, de experiencias, de activos políticos republicanos.
Todos percibieron que la mejor forma de hacer irreversible la paz, de mantener el cambio de rumbo político, de sumar sinergias a favor, no en contra, era dar una pronta solución a la cuestión carcelaria. Para ello, también era importante la cohesión del colectivo de presos, para que posiciones individuales refractarias no malograran el proceso. La condición para la liberación solo consistía en que las organizaciones a las que pertenecían mantuviesen los compromisos de alto el fuego ratificados en el Acuerdo. Con tan simples reglas, se firmó el acuerdo de Viernes Santo en abril de 1998. Y en agosto salía el último preso. Vertiginoso. Cierto, no hay comparación... en la capacidad de arriesgar y en la madurez política de quienes estamparon sus firmas en Stormont.
Son evidentes los riesgos que, con esta decisión, se conjuraban. Y las potencialidades positivas que tenía actuar así. Quienes aquí juegan a quebrar el colectivo de presos y presas vascas para debilitarlos, a imponer declaraciones de conciencia para que se puedan ejercer derechos, a entonar salmos autocomplacientes de superioridad ética para condicionar movimientos... tendrían que tener en cuenta esas variables. La presión continua, sin ofrecer una válvula que la alivie -como ya enunció Von Clausewitz- puede tener conclusiones nefastas.
Toda la comunidad irlandesa se benefició de la desactivación del frente penitenciario, en la medida que animaba a seguir profundizando en el proceso, a implicarse en él. Cierto es también que la excarcelación repentina de cuatro centenas de militantes, arraigados en su comunidad pero sin recursos económicos o con falta de expectativas de futuro podía suponer un grave problema. Había que asegurar que la vuelta de los expresos viniese acompañada de ayudas, inmersión laboral, incluso apoyo terapéutico para superar posibles traumas. Todo esto lo gestionó magistralmente Coiste, el organismo de exprisioneros, que contaba además con fondos europeos para realizar estas actividades de integración social en procesos de transición. Me consta que el organismo vasco Jeiki Hadi tomó contacto para su gestación con la asociación irlandesa, buscando conocer sus experiencias y métodos de trabajo. Aunque ya, ya sé que nada es comparable.
Hay otro ámbito que quiero tocar. Delicado. La cuestión que aquí le dicen diplomáticamente «reconciliación» pero que inmediatamente adopta el aspecto de arma arrojadiza: el arrepentimiento. En Irlanda entendieron que forzar una determinada valoración de índole personal no hacía sino entorpecer la toma de decisiones de dimensión global. Su punto de arranque compartido fue reconocer que ya se había sufrido demasiado. Y que la mejor manera de aliviar ese dolor era deteniendo una escalada que, además de generar nuevos ultrajes, enquistaba más los antiguos. Detener el cronómetro para empezar a contar un nuevo tiempo. Sin olvidos, pero nuevo. Algo que hoy, aunque sean profundas las distancias, también se impulsa desde algún sector en este país.
El último preso republicano en recuperar la libertad fue Thomas McMahon. Líderes unionistas pusieron el grito en el cielo por la liberación de este preso, sobre el que recaía la muerte en atentado de Lord Mountbatten, uno de los más laureados miembros de la familia real británica. John Maxwell padre de un joven, víctima de Thomas McMahon muerto también en aquella acción, declaraba: «si pudiera reunirme con él solamente para intentar entender sus motivaciones. Si nos encontráramos en cierta manera a nivel humano, de hombre a hombre, me ayudaría a poder enfrentarme a lo que sucedió». Esta declaración parte de la constatación de que el objetivo debe ser aliviar agravios y que, para ello, hay que madurar las circunstancias en las que enfrentar una reflexión revisada de un pasado sangriento. Maxwell entendía que conocer las motivaciones, las circunstancias, tal vez el agravio previo que sentía McMahon para implicarse en la acción, podrían ayudarlo, no a comprender -menos a compartir- sus razones, sino simplemente a verificar que las tuvo. Pedía, en definitiva humanizar la pérdida pasada a la luz de circunstancias presentes. Circunstancias nuevas que día a día se iban construyendo. Era preciso romper la inmóvil inercia del reproche para buscar un efecto terapéutico, balsámico. Una reflexión que no, no es comparable a las posiciones que aquí se mantienen.
Y por supuesto, el método para profundizar en la verdad genuina también debía aplicarse a la otra parte. El abogado republicano Pat Finucane fue muerto por lealistas con la colusión de los servicios secretos británicos. Su hijo, Michael, también abogado, al que conocimos trabajando en procesos de extradición de detenidos vascos en Irlanda, interpeló al primer ministro británico David Cameron para que reconociera la responsabilidad de Gran Bretaña en la muerte de su padre. Simple. Poco antes, Cameron había asumido el dolor de las víctimas del Bloody Sunday en Derry. El resultado para la familia Finucane fue negativo, no hubo tal reconocimiento. Todavía queda trabajo por hacer. Los procesos no son lineales. Tampoco comparables. Pero esas experiencias, sin duda, sirven de estímulo.
Nuestro camino a ese final del túnel está iniciado. Por lo pronto, el próximo sábado llenaremos las calles de Bilbo. Y después, como los irlandeses, vaciaremos las cárceles para, con ellos y ellas, rellenar de nuevo las calles.
Por Julen Arzuaga
(Giza Eskubideen Behatokia)
Julen Arzuaga ha tenido la oportunidad de conocer de mano de algunos de sus protagonistas el conflicto político en Irlanda y los pasos dados hacia su superación. Admite, como tantas veces se señala, que los procesos irlandés y vasco son distintos, pero llama a llenar las calles de Bilbo el próximo sábado precisamente para que, como en Irlanda tras los acuerdos de Viernes Santo, en Euskal Herria también se vacíen las cárceles para llenar las calles.
La primera visita que hice en una cárcel no fue en Soto, Fresnes o A Lama, como sería tantas veces después. Fue en la mítica HM Prison Maze o Long Kesh, en Belfast. Armado de mi curiosidad y mi balbuceante inglés visité a un preso de nombre Seán, cuyo apellido no consigo recordar. La cárcel, estaba a veinte minutos de la ciudad -lo que interpreté lógico- accediéndose en los no menos míticos Black taxi conducidos por exprisioneros. Lo que vi y sentí una vez dentro me evoca aún profundas sensaciones: los bulliciosos locutorios colectivos, los críos correteando, las familias en torno a una mesa, charlando con los vecinos, saludándose, riendo, cantando. En la imposibilidad de distinguir internos de visitantes, por unos momentos, parecían todos libres. Sean «X» me explicó cómo se organizaban en su propio módulo -H block-: autogestionaban su vida interna, con sus responsables y disciplina y organizaban asambleariamente la interlocución con el exterior. Una vívida experiencia que conservo con todo mi afecto y no sin algo de nostalgia.
Siempre que se echa un vistazo al fin del conflicto en Irlanda, hay que hacer mil precisiones sobre diferencias y distancias. «Son procesos distintos», dicen quienes huyen de ese espejo. Asumo todas las divergencias, tanto las positivas como las negativas, que sin duda uno y otro tienen. No traigo el proceso político norirlandés -más en concreto su faceta penitenciaria- como comparación, sino como inspiración.
Y es que, tras un trabajo de cocina impresionante, llegaron los acuerdos de Viernes Santo. Y con ellos, las cárceles se vaciaron. Y se llenaron las calles. De almas, de corazones, de experiencias, de activos políticos republicanos.
Todos percibieron que la mejor forma de hacer irreversible la paz, de mantener el cambio de rumbo político, de sumar sinergias a favor, no en contra, era dar una pronta solución a la cuestión carcelaria. Para ello, también era importante la cohesión del colectivo de presos, para que posiciones individuales refractarias no malograran el proceso. La condición para la liberación solo consistía en que las organizaciones a las que pertenecían mantuviesen los compromisos de alto el fuego ratificados en el Acuerdo. Con tan simples reglas, se firmó el acuerdo de Viernes Santo en abril de 1998. Y en agosto salía el último preso. Vertiginoso. Cierto, no hay comparación... en la capacidad de arriesgar y en la madurez política de quienes estamparon sus firmas en Stormont.
Son evidentes los riesgos que, con esta decisión, se conjuraban. Y las potencialidades positivas que tenía actuar así. Quienes aquí juegan a quebrar el colectivo de presos y presas vascas para debilitarlos, a imponer declaraciones de conciencia para que se puedan ejercer derechos, a entonar salmos autocomplacientes de superioridad ética para condicionar movimientos... tendrían que tener en cuenta esas variables. La presión continua, sin ofrecer una válvula que la alivie -como ya enunció Von Clausewitz- puede tener conclusiones nefastas.
Toda la comunidad irlandesa se benefició de la desactivación del frente penitenciario, en la medida que animaba a seguir profundizando en el proceso, a implicarse en él. Cierto es también que la excarcelación repentina de cuatro centenas de militantes, arraigados en su comunidad pero sin recursos económicos o con falta de expectativas de futuro podía suponer un grave problema. Había que asegurar que la vuelta de los expresos viniese acompañada de ayudas, inmersión laboral, incluso apoyo terapéutico para superar posibles traumas. Todo esto lo gestionó magistralmente Coiste, el organismo de exprisioneros, que contaba además con fondos europeos para realizar estas actividades de integración social en procesos de transición. Me consta que el organismo vasco Jeiki Hadi tomó contacto para su gestación con la asociación irlandesa, buscando conocer sus experiencias y métodos de trabajo. Aunque ya, ya sé que nada es comparable.
Hay otro ámbito que quiero tocar. Delicado. La cuestión que aquí le dicen diplomáticamente «reconciliación» pero que inmediatamente adopta el aspecto de arma arrojadiza: el arrepentimiento. En Irlanda entendieron que forzar una determinada valoración de índole personal no hacía sino entorpecer la toma de decisiones de dimensión global. Su punto de arranque compartido fue reconocer que ya se había sufrido demasiado. Y que la mejor manera de aliviar ese dolor era deteniendo una escalada que, además de generar nuevos ultrajes, enquistaba más los antiguos. Detener el cronómetro para empezar a contar un nuevo tiempo. Sin olvidos, pero nuevo. Algo que hoy, aunque sean profundas las distancias, también se impulsa desde algún sector en este país.
El último preso republicano en recuperar la libertad fue Thomas McMahon. Líderes unionistas pusieron el grito en el cielo por la liberación de este preso, sobre el que recaía la muerte en atentado de Lord Mountbatten, uno de los más laureados miembros de la familia real británica. John Maxwell padre de un joven, víctima de Thomas McMahon muerto también en aquella acción, declaraba: «si pudiera reunirme con él solamente para intentar entender sus motivaciones. Si nos encontráramos en cierta manera a nivel humano, de hombre a hombre, me ayudaría a poder enfrentarme a lo que sucedió». Esta declaración parte de la constatación de que el objetivo debe ser aliviar agravios y que, para ello, hay que madurar las circunstancias en las que enfrentar una reflexión revisada de un pasado sangriento. Maxwell entendía que conocer las motivaciones, las circunstancias, tal vez el agravio previo que sentía McMahon para implicarse en la acción, podrían ayudarlo, no a comprender -menos a compartir- sus razones, sino simplemente a verificar que las tuvo. Pedía, en definitiva humanizar la pérdida pasada a la luz de circunstancias presentes. Circunstancias nuevas que día a día se iban construyendo. Era preciso romper la inmóvil inercia del reproche para buscar un efecto terapéutico, balsámico. Una reflexión que no, no es comparable a las posiciones que aquí se mantienen.
Y por supuesto, el método para profundizar en la verdad genuina también debía aplicarse a la otra parte. El abogado republicano Pat Finucane fue muerto por lealistas con la colusión de los servicios secretos británicos. Su hijo, Michael, también abogado, al que conocimos trabajando en procesos de extradición de detenidos vascos en Irlanda, interpeló al primer ministro británico David Cameron para que reconociera la responsabilidad de Gran Bretaña en la muerte de su padre. Simple. Poco antes, Cameron había asumido el dolor de las víctimas del Bloody Sunday en Derry. El resultado para la familia Finucane fue negativo, no hubo tal reconocimiento. Todavía queda trabajo por hacer. Los procesos no son lineales. Tampoco comparables. Pero esas experiencias, sin duda, sirven de estímulo.
Nuestro camino a ese final del túnel está iniciado. Por lo pronto, el próximo sábado llenaremos las calles de Bilbo. Y después, como los irlandeses, vaciaremos las cárceles para, con ellos y ellas, rellenar de nuevo las calles.
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